Perdimos un tesoro difícil de reponer: un hombre bueno

Carlos MONCADA OCHOA

   Aunque di clases en cuatro universidades, sólo una vez me pidió que lo apadrinara en su graduación un grupo de estudiantes, el legendario P02, Ciencias de la Comunicación de la UNI. Fue en la primavera de 1991. Acepté, desde luego, complacido por la distinción. El auditorio Emiliana de Zubeldía estaba abarrotado, porque en la misma velada se entregarían las cartas de pasante a tres  grupos distintos. Y en las prisas y la confusión yo no había reparado en mis deberes de padrino, pero mis flamantes ahijados, sí.

  Me llevaron a una casa, tal vez prestada, y en una habitación adornada con globos multicolores y había una mesa pletórica de  bebidas,  brindamos por el éxito de todos Guardo las fotos de la reunión y a veces, sobre todo en los últimos días, las miro y me hacen reflexionar cómo enriqueció mi vida la relación con quienes entonces eran mis ex alumnos y ahijados, y se convertían con rapidez en mis colegas y en amigos para siempre.

  Entre ellos estaba Carlitos González, que acaba de morir.

   Cuando llegó Carlitos a iniciar la carrera era un joven delgado, tirando a flaco, trigueño, con el distintivo particular de su sonrisa un tanto tímida ante el profesor, pero espontánea y franca, abierta a la amistad. En aquella reunión del 91, pasados cinco años, era ya un hombre cabal, rodeado por las guapas licenciadas en Comunicación. Por conducto de Oralia Acosta, el grupo me obsequió un Búho logrado en metal adherido a un cuadro, que hace 29 años vigila en mi sala.

  Al año siguiente, 1992, invité a desayunar al grupo para agradecer sus gentilezas y en cuanto escuché las primeras pláticas comprendí cuán rápido avanza la vida. ¡Algunas de las chicas hablaban de pañales y biberones! Ya había mamás entre las egresadas del P02. Carlitos no se casaba todavía pero no tardó en seguir el camino. Trasladó su bonhomía y su alegría de vivir a sus funciones de esposo y de padre. Era un hombre bueno, debe haber pasado a mejor.

   Se volvió una tradición que cada mes de abril el grupo se reuniera a celebrar otro aniversario de la graduación, y yo de cola. Tres veces me hicieron el honor de estar en mi casa. Era un espectáculo ver cómo las mujeres hacían funcionar la línea de abastecimientos de sus casas a la mía, llevando una, verduras para la ensalada, otra los postres, una más flores, otras adornos, algunas cervezas y refrescos, y entre aplausos, llegaba el memorable pozole de Marielos.

  En abril del año pasado me festejaron mi cincuentenario de escritor y me dieron un reconocimiento grabado en madera; abajo, los nombres de todos los que ahora son profesionales. En la segunda columna dice González Leal Carlos Héctor. Fue la última vez que hablé con él. 

  (¿Recuerdas, Carlitos? Estás aquí, te siento, leyendo indiscretamente sobre mi hombro lo que escribo. ¿No sabes que es mala educación? Te sonríes y te ríes ¿de que, de mi tristeza?)

  Cuando se supo que el terrible virus había atacado a Carlitos, sus compañeras formaron una cadena de oración. Él luchó bravamente. No se pudo. Su muerte casi coincidió con la del padre de Lupita Orduño, también ahijada. Espero que me permita repetir, para la esposa y las hijas de Carlitos, el mensaje que le mandé a ella:

  Uno sabe que nunca cesará el dolor de haber perdido al padre, pero debe saber también que jamás se acabara la felicidad de haber tenido a ESE padre.

carlosomoncada@gmail.com