Para Andrés Manuel López Obrador gobernar es buscar la ofensa y exigir el perdón. Es encontrar un pretexto para sentirse moralmente superior a sus rivales.
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Para Pedro Aguirre, presidente de Chile, gobernar era educar; Pierre Mendès-France, político francés, consideraba que gobernar era elegir, mientras que, para el argentino Juan Bautista Alberdi, gobernar era poblar.
Para Andrés Manuel López Obrador gobernar es buscar la ofensa y exigir el perdón. Es encontrar un pretexto para sentirse moralmente superior a sus rivales, presentarse ante sus seguidores como un mártir, mostrar que él es bueno, víctima de los ataques de los malvados. Un gobernante que avanza ante las adversidades y los obstáculos que sus enemigos presentan a su paso. Gobernar es una titánica batalla de carácter casi bíblico, la pelea entre el bien y el mal.
En su magnanimidad, el inquilino de Palacio Nacional, como buen mesiánico, ofrece el camino a la redención, y otorga la oportunidad de que se le pida perdón. Porque al pedirlo, el acusado acepta su culpa. El círculo se cierra con AMLO quedando como ofendido pero generoso. Porque, lo proclama incesantemente, lo suyo no es la venganza.
El tabasqueño igual transita por el pasado lejano que el presente. Los siglos no son obstáculo para encontrar agravios y reclamar actos de contrición. El bicentenario de la consumación de la Independencia nacional era el ideal para exigir al Rey de España y al Papa, que pidieran perdón por los daños a los pueblos originarios de lo que hoy es México, porque “la llamada Conquista se hizo con la espada y con la cruz”.
Al ofenderse, las fallas de juicio o desempeño del Presidente quedan anuladas. No comete errores, sus enemigos los inventan. No hay reclamos legítimos a su gobierno, sino críticas alimentadas por intereses oscuros. Los padres que reclaman medicamentos oncológicos para sus hijos son manipulados por las farmacéuticas. Incluso, peor todavía, son golpistas que buscan defenestrar a su administración. Es lo mismo con las mujeres, cuyo movimiento realmente inició hace un par de años para atacarlo. No hay, pues, legitimidad tras los reclamos, sino conspiraciones contra el pueblo y quien con tanta dignidad los representa.
No es que López Obrador sea incapaz de reconocer errores y tratar de enmendarlos. Hacerlo ocupa buena parte de su tiempo, pero son los errores de otros a los que de paso condena para brillar ante sus acólitos. Los cientos, quizá miles, de muertos por falta de tratamientos contra el cáncer no importan, pero no se cansa de buscar a los responsables de aquellos que mataron a los estudiantes de Ayotzinapa. Los mineros enterrados en Pasta de Conchos merecen la atención que jamás obtendrán los muertos del Metro o aquellos fallecidos en la explosión de Tlahuelilpan.
Corruptos e ineptos los de antes, porque hoy la República tiene un gobierno de funcionarios impolutos que suplen su falta de conocimiento y experiencia con su honradez personal y lealtad a quien los puso en el cargo. Todo lo malo que ocurre en el país se explica, depende de lo que se trate, por las acciones de Hernán Cortés o Felipe Calderón, de Cristóbal Colón o Vicente Fox. Siempre los culpables serán otros. Si AMLO ya se rindió de montar el circo de enjuiciar a sus antecesores, es porque constató que pocos le compraban el cuento.
Así transcurrirá el resto del sexenio: enojado. Igual pasará el resto de sus días en su rancho a partir de octubre 2024: resentido y frustrado porque los mexicanos no supieron valorar al gigante que los gobernó, despotricando contra su ingratitud e incomprensión, y esperando le pidan perdón.


































