Por : Ricardo Pascoe Pierce
Eduardo Galeano no se cansaba de advertir sobre los peligros que el fenómeno de la militarización representa para las frágiles democracias en las sociedades latinoamericanas. Una y otra vez vinculaba la militarización con la pérdida de espacios democráticos en la región y la derrota de infinidad de movimientos populares. Incluso, lo obvio: su vínculo con la aparición de las dictaduras cívico-militares o, de plano, gobiernos militares.
Y, junto con la militarización, la desaparición de las libertades más elementales de los seres humanos. La libertad a pensar libremente, a trabajar sin acoso ni represión, a transitar sin restricciones, a escribir y publicar la versión que sea sobre la vida y la realidad. La libertad a ser y amar, a reír o llorar. La militarización impone todas esas restricciones a las sociedades porque su pensamiento es de carácter único: imposición de control por las armas, que es el acto último que el ciudadano cuestionador puede constatar. Es por las armas, esa última palabra, el último disparo. Las armas no se deleitan con la diversidad.
Salvador Allende pensó que iba a salvar la democracia chilena al incluir a los militares en su gobierno. Lo único que logró fue permitirles afinar su estrategia para su derrocamiento fulminante y proceder a asesinar la incipiente democracia en aquel país. Apenas ahora los chilenos están saliendo de ese hoyo antidemocrático que les cavó la dictadura militar, casi 48 años después del golpe de Estado. Argentina anda más o menos por los mismos pasos.
Ingenuo es aquel que piensa que al incluir los militares en su gobierno está ganando su apoyo y suma la legitimidad militar a la propia. La institución castrense puede ser más, o menos, popular como un Presidente, pero las popularidades y las legitimidades no se comparten ni se suman ni se multiplican. Cada institución es, en sí, una entidad vista por la sociedad tal y como es. Y la corrupción es una práctica que se ejerce desde hace décadas, por no decir centurias, y los civiles no detentan la hegemonía en esa actividad, sino que la detentan las instituciones de abolengo.
La aplicación de la política de seguridad puede ser dictada por el Presidente, pero quienes la aplican son otros. En seguridad y corrupción, la institucionalización del quehacer corresponde a quienes han hecho de esa práctica una forma de vida. Ahí son pocos los que se salvan, entre políticos y militares.
La coincidencia de civiles y militares en el diario quehacer de gobierno no es producto de supuestas identidades ideológicas. Se genera a partir de una concepción sobre la sociedad. Concretamente, que la única manera de resolver los problemas de una nación es aplicando mano dura desde una gestión incuestionada e incuestionable de la autoridad. Es decir, desde un gobierno autoritario, aunque digan que es para favorecer a esa entidad abstracta conocida como “pueblo”.
Cuando los civiles invitan a los militares a compartir el poder, los están incitando a la toma del poder total. Quienes no entienden esto, no han aprendido nada en sus lecturas de historia. Les recomiendo leer a Galeano. Él sí sabía lo que es la militarización y el gusto de la autoridad a la hora de destruir las libertades.































